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miércoles, 27 de julio de 2016

Charlatanería y Genocidio Cultural

Un grupúsculo de miserables charlatanes recorre América y el mundo llenándose las talegas de dólares y euros de la forma más ruín que pueda haber: tergiversando la cultura de los pueblos originarios.

Los hay de pocos vuelos, como un patán cuyo único mérito es ser hijo de un actor mexicano que alcanzara cierto renombre, que se dedica a viajar todos los años con los gastos pagados a Canadá a dar conferencias acerca de las mil y una formas en los que los mayas realizaban sacrificios humanos... porque el cosmos así se los pedía. Claro, como buen émulo del nazi José Vasconcelos es un fiel defensor de ese bodrio intelecutaloide denominado "la raza de bronce" e insiste en que los mexicanos tienen como obligación defender y fortalecer a toda costa su herencia española.

Y los hay de altos vuelos, como el defenestrado teatrero y cineasta Alejandro Jodorowsky, quien renunciase a su muy particular estilo de hacer arte para dedicarse de lleno y sin tapujos a la más retrógrada charlatanería mística.

Dicho lo anterior, les compartimos este artículo publicado en la pagina Resumen:

Es muy fácil, funciona así: tomo –o derechamente invento– una palabra de un idioma poco conocido, le doy un significado que parezca profundo –o deformo su significado original a mi conveniencia–, lo escribo en un libro, y vendo, vendo, vendo. Si además a partir de dicha palabra logro desplegar una serie de conclusiones filosóficas sobre el pueblo en cuestión, mejor aún, tenemos el kit completo. Grito y plata.

La charlatanería es una práctica más vieja que el hilo negro. Antiguamente, los charlatanes solían servirse de palabras de idiomas orientales, sobretodo porque enganchaban bien con el misterio y exotismo que rodean a todo lo que es oriental, y las palabras eran difíciles de verificar. Pero hoy en día, con la globalización y los abundantes recursos que tenemos para desmentir las falsedades, se les acabó el chipe libre. Hasta que encontraron su nueva fuente de chamullos: las lenguas indígenas. El 99% de los chilenos no habla una lengua indígena, y los recursos para aprender, tales como gramáticas y diccionarios, son escasos, lo que vuelve difícil la tarea de verificar lo que nos dicen. Gracias a eso han aflorado numerosos charlatanes que se dedican a desplegar toda su creatividad, inventando palabras supuestamente mapuches, quechuas, aimaras, entre otras, dándoles estrambóticas interpretaciones, acompañadas de las más disparatadas conclusiones filosóficas que develan supuestas sabidurías ancestrales que jamás existieron. No digo que las sabidurías ancestrales no existan, pues las hay en gran número; sólo digo que éstas, específicamente, no. Que quede bien claro: los pueblos indígenas son una fuente riquísima de sabidurías antiguas. Pero no necesitamos que charlatanes las vengan a rechamullar reinventar.

Otra estrategia consiste en inventar relaciones improbables y supuestas verdades universales. Se parte de la base de que un pensamiento tan profundo no pudo habérsele ocurrido a un pueblo indígena, por lo tanto tiene que haber llegado de otro lado. El que encuentra la conexión con la civilización más rara o más antigua, gana más puntos del filosómetro. Un ejemplo histórico es el del (supuesto) “lonco” Kilapán (nacido bajo el nombre de César Navarrete) y su chamullo teoría sobre el origen griego de los mapuches. Su idea parte del prejuicio de que los mapuches no pudieron haber logrado un nivel filosófico tan alto por sí solos, atribuyendo todo el logro a los griegos y despojando a los mapuches de toda capacidad intelectual. Una idea tremendamente racista, en el fondo.

Como los charlatanes tienen una gran capacidad para maravillar al público ingenuo, sus libros se venden como pan caliente, expandiendo la desinformación como una peste impulsada por la ignorancia masiva de un rebaño de lectores poco críticos. El ejemplar vivo más conocido es Ziley Mora, quien ha publicado sus más raras teorías incluso en diarios como Publimetro. Inventó, por ejemplo, que los mapuches antiguos no se enfermaban, porque supuestamente en la lengua mapuche no existe la palabra enfermedad (?). Tendremos que preguntarle entonces qué significa kutran y el rol de la machi, así como la importancia del ŀawen, y lo que hacen los zatuchefe y los ampife. Aunque sobre este último también ya se mandó un tollo inventó una teoría. Ha llegado incluso a inventar que en la lengua mapuche no existe la negación, siendo que el mapudungún es una lengua tan rica en formas negativas, que existen al menos cinco maneras de negar una frase, un sistema mucho más complejo que el del castellano. Por si fuera poco, se dedicó a inventar las más disparatadas traducciones para palabras que ni siquiera existen.

El asunto se vuelve un círculo vicioso cuando otros escritores toman estas afirmaciones como verdaderas y las reproducen en sus libros sin ningún tipo de verificación, por ejemplo, cuando Gastón Soublette da una interpretación bastante extraña de la etimología de la palabra wentru (hombre) en mapuche. Y quien está detrás de ese tollo esa supuesta etimología es –como era de esperar– Ziley Mora. Luego de eso se validan mutuamente, y la desinformación queda fijada como si fuera un hecho comprobado. Y luego se publican y republican por periodistas copiones y poco cautos, que no son capaces de sentarse cinco minutos a verificar la veracidad de lo que publican (y para eso estudian cinco años). En la era de la (des)información, parece ser más importante publicar cualquier tontera lo más rápido posible para juntar la mayor cantidad de clicks, falso trofeo del éxito periodístico.

Explicaré el fenómeno de la validación mutua con un ejemplo real. No le pasó al amigo de un amigo, sino a mí mismo hace unos días. Me topé en el twitter de Alejandro Jodorowsky con una supuesta palabra mapuche, aywon, que significaría “nacimiento de luz” o “luz que mira”.

Al indicarle que dicha palabra no existía, o al menos, no con ese significado, su respuesta fue increíble: “¿entonces amar no hace nacer la luz, no hace que dejes de mirarte para ver a quien adoras?”. Claro, por qué no, pero esa pregunta no responde en lo más mínimo a mi cuestión sobre la existencia de la supuesta palabra aywon. Sin embargo, como su respuesta sonaba bonita y profunda, en apenas pocos minutos alcanzó las decenas de retuits. La gente ni siquiera se detuvo a leer la discusión, mucho menos a analizarla. La peste de la desinformación expandida nuevamente por la masa de lectores sin criterio analítico. Sufrimos una especie de analfabetismo comprensivo: sabemos leer, pero no entendemos ni analizamos lo que leemos. No nos cuestionamos nada. Si está escrito en internet, debe ser verdad, sobre todo si la frase suena shúper enigmática. Insistí, hasta que otra persona puso la supuesta “fuente” de la información, que venía de –sorpresa– Ziley Mora. Eso bastó para una seguidilla de valídame-que-te-valido, el famoso sistema de validaciones en círculo que jamás llegan a una fuente confiable, pero que funciona perfectamente para llenar los egos de sus inventores y dejar contentos a los lectores conformistas. Así se autovalidan en su círculo de iluminados psicomágicos: lo que yo digo es verdad porque tú dijiste que yo lo dije.

Para no dejarlos con la duda, les explicaré la falacia lingüística. Amor en mapuche se dice ayün. Hay muchas palabras para decir luz, según el tipo de ésta, pero ninguna se parece a ayün ni a aywon. Hay, sí, una palabra parecida, pero no relacionada: wüṅ, que significa amanecer.  Y ojo que la ṅ final de wüṅ (con puntito) ni siquiera se pronuncia igual que la n final de ayün. Pero a ellos no les importa, total se parecen. Ahora, hay una palabra derivada de ayün que podría parecérse a aywon o a wüṅ: ayüwün, que significa amarse mutuamente. Pero esta palabra no es nada más que el verbo ayün, cuya raíz es ayü-, con la terminación –wün que es para formar verbos reflexivos, dando ayüwün. Esa terminación –wün no tiene nada que ver con la raíz wüṅ, que además, como ya dijimos, se pronuncia distinto y tiene otro origen. Nuestro listo filósofo quiso hacer una especie de quimera entre ayüwün y wüṅ, y salió con aywon. Pero si así fuese, deberíamos aceptar que en ese caso la palabra wüṅ estaría igualmente relacionada con todos los verbos reflexivos, puesto que comparten la misma terminación: pewün (verse), leliwün (mirarse), kintuwün (buscarse), nütramkawün (conversarse), takuluwün (cubrirse), trawün (reunirse), y una lista inmesurable, además de una serie de otros verbos que, sin ser verbos reflexivos, terminan igual, como küzawün (trabajar), y wewün (vencer). Así podemos comprobar que el análisis de Ziley Mora da una conclusión carente de toda rigurosidad lingüística, pues decir que ayüwün deriva de wüṅ es tan desatinado como decir que en castellano burrada deriva de hada. También recibí como argumento que, por ser el mapudungún una lengua de difícil escritura (asunto que ni siquiera es cierto), por aywon quería representar de forma aproximada la pronunciación de ayün. Ni cerca. Aywon se parece a ayün tanto como amar se parece a mear. Hay, además, otro motivo por el cual la palabra aywon no puede existir: es que en el mapudungún no existe ninguna palabra que lleve la secuencia de sonidos /wo/. ¿Por qué no? Simplemente porque las reglas fonéticas del mapudungún son así, tal como las reglas fonéticas del castellano hacen que no existan palabras que terminen en /t/ ni en /tch/ (excepto en palabras extranjeras como carnet y match), ni tampoco palabras que empiecen con s+consonante. Pero ya, seamos generosos, aceptemos que en algún universo paralelo ayün y wüṅ estuvieran semánticamente relacionadas (comparten un solo sonido, la ü, la vocal más abundante del mapudungún). ¿De dónde sale el cuento del “nacimiento” y de la “luz que mira”? Chamullo. Pero siempre les queda su última jugada: que la palabra se la dijo una anciana machi (persona que de por sí porta una carga misteriosa) en el último rincón perdido sobre la última montaña del lugar más perdido de la cordillera de los Andes. Y además era la última persona que recordaba la palabra. Y se murió. Típico, ¿a quién no le ha pasado?. Ahí radica su arma secreta: que ellos siempre obtienen la información –mágicamente– de fuentes inaccesibles al resto de los mortales, ergo imposibles de verificar. Por algo son iluminados. Entonces a uno no le queda otra que decir “gracias, supremo ser iluminado, por haber salvado esa iluminada palabra, compraré su iluminado libro”. El charlatán siempre se las arregla para vender su idea. Como bien se suele decir, en el país de los ciegos el tuerto es rey, y nuestros tuertos filósofos han encontrado la piedra filosofal para llenar sus egos.

Yo, por mi parte, me pregunto: ¿hasta qué punto es válido falsear el idioma de un pueblo con tal de satisfacer sus propias fantasías y vender muchos libros?, ¿qué tan honesto es abusar de la ignorancia de los lectores incautos?, ¿cuánto se puede prostituir la verdadera sabiduría de los pueblos originarios?, ¿no llevan ya siglos aguantando atropellos territoriales, materiales, religiosos, y ahora además culturales?, ¿no son –precisamente– los filósofos los encargados de pensar soluciones para conflictos como estos?, ¿no debieran ser ellos los defensores de la ética?. Pero no. Viva la pseudofilosofía, la pseudolingüística, el ego. La manipulación de los datos con tal de vender. Vivan los iluminados con complejo de gurú y su falta de ética, la filosofía del cuenteo que vende mucho pero aporta poco. Por favor, que alguien nos saque de este pajerismo intelectual crónico.

Total, cuando se trata de lenguas indígenas, cualquiera puede decir lo que se le da la gana.


Tal vez por ayon quiso decir alof, along o ayong, un tipo de luz. Y por transparente en realidad se refería a la palabra aylin, que sí existe y significa eso mismo. Pero mezclar ayün (amor) con ayong (luz), aylin (transparente) y wüṅ (amanecer) –cuatro palabras que no tienen nada que ver entre sí– es vender un jurel tipo salmón tipo atún tipo sardina.





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